En el momento en que percibo las campanadas de mi próxima jubilación, me solicitan unas líneas para rememorar aquel gran acontecimiento para mí. Curiosa paradoja.
Cuestión difícil si me piden concretar, pues con lo que ha llovido desde entonces la máquina puede que trague papel y salga en blanco. De todos modos, voy a colaborar, con mis mejores intenciones, en presentar una aproximación lo más fiel posible a la realidad de aquel tiempo.Transcurrían los últimos años de la década de los setenta. Tiempos críticos en lo político, aperturismo ideológico, ansias de cambio, gran espíritu solidario y la juventud con hambre para comerse el mundo. Estas son las circunstancias en las que me movía y que servían de catarsis a la hora de realizar mi actividad educativa.
Sin ser un adepto al pensamiento de la predestinación, es curioso cómo algunos deseos de un momento se cumplen en otro. Me explico. En el penúltimo año de carrera había que realizar un trabajo de campo en la asignatura de Psicología Social. Uno de los lugares propuestos era el barrio de La Mina, lugar situado entre Barcelona y San Adrián de Besós, barrio marginal con muchas necesidades, refugio de algunas personas no recomendables y cuna del “Vaquilla”, protagonista de la película “Perros callejeros”, idolatrado por los alumnos del barrio. No puede acceder al trabajo por ser demasiados los alumnos que optaron por aquel tema.
Allí fui a dar con mis huesos. Debido a estas características, no todos los iniciados estaban dispuestos a desempeñar su función educativa en este lugar por primera vez.
Por ello, los cuerpos directivos de los centros acudían a captar vocaciones en los días de nombramientos, debido a que tenían facultad para hacer propuestas de profesores a la Delegación. Tuve la suerte de contactar con ellos y, por fin, mis deseos se verían realizados.
Me dieron cita previa y tuve que pasar, junto con otros compañeros, por el centro, para realizar acto de presentación y contestar preguntas que nos hacían los miembros del claustro, valorando con ello si seríamos idóneos para desempeñar nuestra función en aquel centro de La Mina. Tas deliberación del claustro, nos comunicaron el veredicto y los elegidos empezamos desde aquel instante a formar parte del centro. Este fue mi primer día. No lo olvidaré por las circunstancias que tuve que pasar para acceder a él.
Tras unos días de preparación, iniciamos la primera jornada con niños. Era un primer curso de EGB. Recuerdo la mirada de los niños, fija en cada uno de los profesores que encabezaba su fila, mirada tan transparente que podías traducir sus pensamientos: sorpresa, alegría, incertidumbre, candidez… Al mismo tiempo, experimentaba circunstancias paralelas en mi interior, propias del que inicia nueva empresa en su vida. Aquel instante fue el gran momento de mi vida, puesto que fue el pistoletazo de salida de mi carrera y ahora vislumbro la meta.
La escuela a la que accedí podría enmarcarse dentro de la “Escuela Activa”. Se prescindía de libros. Teníamos que elaborar constantemente material ciclostilado. Aún conservo en mi pituitaria el olor penetrante de los clichés, la aspereza al tacto. La mayor parte de los días tenía que llevarlos a casa para elaborarlos, y, al día siguiente, en el momento libre del que disponía, tenía que pasarlos.
Teníamos animales en clase, aún conservo fotos de ellos. Construímos un huerto al que accedían los alumnos, los mayores cultivando y los más pequeños observando y haciendo siembras o plantaciones.
Se aprovechaban ciertas actividades para sacar recursos y dar solución a las necesidades de la mayoría de alumnos y poder costearse las colonias que realizaban al final de curso. Una de estas actividades consistía en hacer casas de barro, realizadas en clase de plástica, que se vendían posteriormente en las Ramblas de Barcelona.
Los alumnos manifestaban gran cariño por los profesores. También es cierto que la colectividad educativa nos desvivíamos por ellos, tratábamos de paliar todos los problemas que les acuciaban. En las fiestas que se organizaban junto a los centros contiguos, se procuraba hacer partícipe a todo el barrio. En los carnavales se realizaban pasacalles, a los que se sumaban muchos padres y vecinos.
No obstante, a pesar de la aparente tranquilidad, aparecían problemas y alguna anécdota desagradable. A las características del alumnado general, por circunstancias del entorno, se sumaban otras de carácter étnico, ya que un apreciable porcentaje lo componían alumnos de cultura gitana, alumnos con gran dificultad de adaptación a horarios, al trabajo, con graves problemas de absentismo. Algunos asistían por acceder gratuitamente al comedor escolar.
Recuerdo un día, de mañana, salí de clase un momento para recoger unas hojas de trabajo, al regresar me faltaban dos alumnos, sus compañeros confesaron que habían salido por la ventana. Esto me sirvió para concienciarme de que jamás debería abandonar la clase.
Para ilustrar un poco la realidad de aquel lugar cuento otra pequeña anécdota. Un pequeño grupo de profesores formamos un equipo de volley ball. Aquel día tocaba entrenamiento. Ocurrió la fatalidad de cerrar el coche un compañero con las llaves dentro, con el consiguiente problema de no poder acceder. Suerte que estaba allí el conserje. Este salió del recinto escolar y en un momento le acompañaba un niño que no tendría más de diez años. No tardó dos segundos en abrir el coche. En agradecimiento el compañero le preguntó qué quería, contestándole que dar una vuelta en el recinto. Lo ponía en un aprieto, pero después de lo acontecido, accedió.
Sin atender indicaciones, el niño puso en marcha el coche, dando acelerones y derrapando salió por el patio emulando a su ídolo, “El Vaquilla”. Nosotros, temerosos de que pudiera suceder un percance, y a pesar del peligro, tuvimos que ponernos frente a él para que parase.
Todavía cuando nos encontramos los compañeros, después de 32 años, recordamos cientos de anécdotas de los alumnos. Aún hay colegas que permanecen en ese centro.
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