Pepi. Una mujer valiente
Pepi. Una mujer valiente
por Cristina Albújar (1º Bachillerato B)
Todas las historias comienzan por un érase una vez, pero la mía no. La mía comienza presentándome, me llamo Josefa Martín Cáceres y vengo de un pueblo pequeño de Madrid, que seguramente todos conozcáis, pero eso no viene al caso. Cuando tenía unos quince años, estaba en 4ºESO, aprobaba todas y algunas hasta con matrícula, suena raro decirlo pero era el bicho raro de la clase. Sobre marzo de aquel año en nuestro instituto decidieron hacer una excursión, un viaje de fin de curso ¡Nos íbamos a Moscú! Gracias a ese viaje pude hacer más amistades y sobre todo conocer al chico que despertaba esas mariposillas en mi estómago cada vez que le miraba en clase, su nombre era Pablo, me maravillaba. Era el prototipo de cualquier mujer (alto, moreno, ojos verdes-azulados, fuerte y por supuesto se le daba bien jugar al fútbol). Cuando volvimos de Moscú, a los días, yo iba por el pasillo con todos mis libros en la mano, corriendo porque llegaba tarde a la clase de química, de repente noto que choco contra algo y caigo sin control alguno sobre el suelo, pero allí estaba una mano para recogerme y pedirme perdón. Yo estaba dispuesta a ponerle de vuelta y media en cuanto le mirara a los ojos, pero al ver esos ojos verde-azulados me di cuenta de que era él, agarrándome la mano, ¿pensáis que de verdad me quede allí para disfrutar el momento? Claro que no, salí corriendo mientras se me sonrojaban las mejillas, era la primera vez que estuve tan cerca de él.
Fueron pasando los días y Pablo me hablaba en clase, quedáramos por las tardes para ir a la biblioteca para que le ayudase para aprobar algunas asignaturas… Llamadme ingenua pero yo pensaba que quería ligar conmigo. Fueron pasando los días y los meses y el doce de octubre nada mas salir de la biblioteca hizo algo extraño, me acompaño hasta mi portal sin necesidad de decirle nada. En el momento en el que se hizo el silencio porque yo no sabia que decir, ni tan siquiera sabia si la sangre me llegaba al cerebro, entonces vi como se acercaban a mi los ojos que tanto había deseando antes y que sus labios rosados se acercaban a los míos y nos fundimos en un beso, dulce y apasionado. No olvidaré nunca ese momento.
Seguimos juntos durante toda la época de instituto, pero empecé a ir a la universidad y me hice muy amiga de Marcos, íbamos a todos lados juntos, hacíamos los trabajos juntos, íbamos a la universidad juntos y todo esto hizo pensar a Pablo que yo le era infiel. Tuvimos una fuerte discusión y él la cerró dándome un tortazo en la cara, tirándome al suelo. Luego se abalanzó sobre mi para pedirme disculpas pero al igual que en el primer encuentro me levanté, le mire a los ojos y salí corriendo con la mejilla sonrojada pero esta vez no era por satisfacción, si no por el dolor, ya no sólo físico. En ese tiempo me fui a vivir a casa de mi madre pero claro yo solo la conté que tuvimos una leve discusión que no tenía importancia. Pablo me llamaba todas las noches, hasta que en un momento del cual me arrepentiré toda la vida, le cogí el teléfono. Estuvimos hablando durante toda la noche, e incluso creí que lo que había hecho lo hizo porque en el momento estaba en caliente y fue todo sin querer. Esos pensamientos me los llegué a creer aún a sabiendas de que era mentira, pero el amor me cegaba.
En unos años tuvimos una niña, Ainoa, y por supuesto, las cosas no cambiaron. Incluso con ella delante Pablo seguía agrediéndome, pero creo que incluso me llegué a acostumbrar a esos hechos, es triste decirlo pero es la verdad.
Cuando mi hija se hizo mayor, tuvo lugar una situación, en la cual Pablo y yo estábamos discutiendo por lo normal, una comida aquí una comida allá... el caso es que Ainoa que estaba delante intentó ponerse en medio y se llevo el pan que yo recibía día a día. Yo nunca me atreví a hacer lo que hizo ella, ir a comisaría y denunciar al hombre que había amado durante toda mi vida.
Fueron los peores meses de mi vida, en los que viajaba del juzgado al médico para demostrar mis heridas, pero ahí estaba Marcos mi amigo de la universidad que había estado a mi lado en todos estos trances. Veía en él, la confianza que jamás había tenido en Pablo.
Ahora soy una mujer feliz, me he vuelto a casar (podéis imaginar con quien), ahora tengo dos hijos y cuatro nietos y espero tener una vejez feliz al lado de los que más me quieren y me respetan. Seas hombre o mujer, el respeto es para todos.
Mujer maltratada: 016
Cristina Albújar, 1º Bachillerato
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Tormenta
Hacia 1847 días que no la veía, y sabía que no iba a volver a verla, pero sin embargo no hacía nada para matarme. Simplemente esperaba que ella fuera feliz allá dónde estuviera.
Diluviaba, y el goteo constante del agua que entraba por mi celda me empezaba a poner nervioso. Abrieron la puerta y me miraron a estos profundos ojos negros.
-Sal ya de aquí- dijo el guardia sin ningún sentimiento- tienes 30 segundos.
Recuerdo el primer día en esta prisión. Me lavaron, me dieron la ropa y la comida en un cuenco y me encerraron en la celda, nos trataban como bestias. Y lloré, lloré por todo lo que había perdido… La libertad, el ver a los animales correr, estar con la gente que amaba, el poder hablar cuando quería, comer chocolate a todas horas… Me habían quitado la vida.
Te quedan 25 segundos…
Empecé a correr, todos sabían que tenía que correr. Me dejé el alma en la carrera mientras pensaba en todo lo que había ocurrido desde que entré aquí. Cuando estaba fuera creía en ideas como libertad, pensaba que el mundo cambiaría, pensaba que la repartición de los bienes de forma igualitaria podría existir. Miles de ideas de un futuro perfecto corrían por mi mente, pero mis ideas no llevaban a ningún lado. Me reía de la gente que pensaba como ahora yo pienso… era realmente ingenuo. Llamaba pesimista a una persona que pensaba que los partidos políticos siempre serían corruptos, que el absolutismo continuaba en la actualidad…
Pero no todo el cambio ocurrió al entrar en esta “jaula”. Me di cuenta de lo inútil de esta sociedad cuando era “libre”. De esos estamentos que seguían existiendo (riqueza y pobreza), esos prejuicios que todos tienen. Todos vestían igual y todos pensaban que eran originales, todos veían los mismos programas, todos tenían los mismos hobbies. Todos, sin excepción éramos, somos y serán esclavos de esta sociedad, que seguimos como lo hacen las hormigas, siguiendo el camino que ha dejado la anterior.
Debían quedar 15 segundos…
Las drogas, una genialidad, te sacaban de este mundo para viajar a “ese” lugar. Las drogas son el turismo de los pobres. Pocas veces me he sentido tan feliz como bajo estos efectos. Sin embargó las dejé con facilidad- El amor, hacia una mujer y hacia el mundo, me mostró otras formas de “viajar”. Y fue maravilloso. Viajé alrededor del mundo, descubrí cosas que nunca pensé, aunque muchas estaban más cerca de lo que creía. Y me mostraron nuevas formas de ver todo. Un único mundo y millones de formas de verlo. ¿Quién querría perdérselo por continuar con las drogas?
Apenas quedaban unos segundos…
Las personas, algo tan maravilloso y tan aborrecible. Un día estás feliz por lo que ellos hacen, y al siguiente descubres que no buscan más que su propio beneficio, que no cambian, que siempre son igual, detestables. Odio la sociedad, odio a las personas, odio los propósitos de las personas, odio casi todo, pero sin embargo, soy feliz y era feliz. Pero la felicidad me fue truncada, por estar en el lugar equivocado en el momento incorrecto y acabe aquí, recordando los cambios que han dado mis ideas.
-¡Ya!-gritó el guardia en la lejanía-.
Un estruendo cruzó el aire y la bala atravesó mi corazón. En mis últimos momentos, no sé si fue en un delirio o la realidad, ella estaba ante mí, agarrándome, tocándome el pelo frío y mojado. Me besó, me besó bajo este diluvio, rió, sonrió, ahí comprendí qué es la felicidad.
Leükar
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Las jaulas de las peceras
por Juan Carlos Fernández León
Me encanta tomar el sol sentado en el balcón de mi casa. Miro hacia lo alto y noto como los rayos me impactan en los ojos y me obligan a cerrarlos y entonces todo se me vuelve rojo, de un rojo oscuro que me lleva a sonreír, porque sé que estoy a una pisada de la felicidad. Así me paso las mañanas de los sábados y las de los domingos, con los ojos cerrados y la mente puesta en ningún sitio, la lata de cerveza del Caprabo casi caliente y el plato de olivas a medio terminar. También me gustaría tomar el sol tumbado en una hamaca, en una de esas hamacas que se zarandeara al suave compás de mis ronquidos, en el altillo de una azotea, muy lejos de las miradas del resto de los vecinos. Allí descansaría yo perfectamente, con mis gafas de sol y con un exótico refresco granizado entre mis manos. Pero supongo que ese tipo de privilegios sólo está al alcance de unos pocos. Al menos en mi ciudad.
En mi balcón no cabe más que mi silla y una mesita de dimensiones casi ridículas. Si pudiera estirar las piernas, se me escaparían a la calle. Pero tengo suerte, me lo ha dicho mi tío Jesús que de cuestiones inmobiliarias sabe mucho.
Cuando el sol comienza a esconderse me pongo triste. No sabría muy bien explicar el porqué, pero se me ha ocurrido pensar que soy como una planta, una de esas plantas de interior que van curvando sus pétalos a medida que se va extinguiendo la luz del día. Entonces, cuando el sol decide ocultarse me da por pensar en todas esas cosas que aún no he podido hacer y que con toda probabilidad jamás haré. Por ejemplo, viajar en avión. No quiero decir que las plantas de interior tengan también deseos de montar en avión y se acuerden de ello cuando cae la noche, solo digo que a mí la falta de luz a veces me hace llorar y me obliga a pensar que jamás he subido a un avión. Debe ser maravilloso contemplar todo desde lo alto, comprobar que las nubes son solo un retazo de algodón que no estalla si se las atraviesa. Y sobre todo poder mirar el sol cara a cara. ¿Que cualquiera podría remediar esa falta? Seguro que sí.
Hay días que tras el sol se oculta un chubasco traicionero. Aunque hay nubes grises que te lo van anunciando, nunca me espero que se atreva a llover con el sol presente. Pero ocurre. Vaya que si ocurre. Me pasó la otra mañana en uno de esos momentos en que me dedicaba yo a saborear la felicidad con los ojos cerrados y la mente puesta en ningún lugar, cuando de repente me vi sorprendido por un ejército de gotas de lluvia que fue poco a poco reclutando más soldados hasta que aquello se convirtió en una batalla naval, de tales dimensiones que hicieron acto de presencia los truenos, los relámpagos y hasta el mismísimo Neptuno en persona. Me vi en la obligación de retroceder hacia mi trinchera y observar toda aquella debacle desde el cristal de mi ventana.
Toda mi colada se vino abajo.
Cuando miro la lluvia desde mi ventana me da la impresión de que soy un pez encarcelado tras una pecera. Uno de esos peces gordilocos con las escamas anaranjadas que boquean lanzando pequeñas burbujitas de agua contra la superficie. Uno de esos peces que adhiere su boca contra el cristal de la pecera y sueña que está hablando con aquel que les mira desde el otro lado. Uno de esos peces que simula que está feliz en su pecera simplemente porque no conoce ningún sitio más. Parece que te miran con esos ojos redondos, pero no es mirada lo que proyectan sus retinas sino un deseo de estar en otra parte. En un estanque por lo menos. O en un pantano. O tal vez en un mar donde puedan con otros de su misma especie formar un clan con el que atentar contra el rey de los peces o contra el mismo Sha de las profundidades abisales. O contra ellos mismos si conocieran las reglas del suicidio y supieran de qué se trata eso de la vida. Pero no, ya dijo Platón que los animales son inmortales porque ignoran lo que es la muerte. Y el tío se quedó tan ancho y hasta lo estudian en los institutos y en las universidades, por eso y por decir cosas semejantes a esa o quizá por ser griego, porque antes los griegos sabían mucho de todo. Y míralos ahora, exportando yogures y vendiendo un turismo derruido que al final les lastra la fama de sus taxistas. Eso dicen de los taxistas griegos, que son unos pícaros, que corren mucho al volante y que exprimen todos los euros que pueden al turista de turno. Ya me gustaría a mí ir a Grecia, ver el Partenón y sus alrededores, y también, por qué no, montar en uno de sus taxis. Pero las cosas están un poco complicadas y me tengo que quedar en el mito de la caverna, que eso es también de Platón. Porque uno tiene sus estudios.
Decía que la lluvia me obliga a mirar la vida desde mi ventana. Descorro las cortinas y pego mi cara al cristal. Como un pez. Como un pez que mira cómo el agua va formando charcos que luego atraviesa un coche y salpica a alguien que se caga en todos los muertos del conductor y blasfema que deberían circular con más cuidado y un poco más tarde ese alguien con el pantalón empapado se vuelve a arrear el paraguas sobre la cabeza y prosigue caminando y con esa venda que supone el paraguas va atentando contra otros transeúntes que marchan rápido bajo la lluvia, porque hacía sol y nadie se esperaba que fuera a llover, y al transeúnte en cuestión le clava la varilla saliente del paraguas en un carrillo y grita que se debería andar con más cuidado y que debieran existir carnets de circulación con paraguas en la mano y que casi le dejan ciego, qué horror, que no hay cuidado y que ni siquiera se ofrece una disculpa, y la lluvia es lo que tiene, que todos se apresuran a correr y después a éste, al que le han clavado la varilla del paraguas cerca del ojo, que me ha podido dejar ciego, válgame dios, en una de las esquinas de la calle, casi de sopetón, se choca de bruces con otro que venía en dirección contraria, corriendo y huyendo del agua, que no deja de jarrear en tormenta, con sus truenos y sus relámpagos y con la presencia del mismísimo Neptuno en persona, y todo se repite, y la lluvia es lo que tiene, que yo lo sé porque lo veo desde la ventana de mi casa con los morros pegados a su cristal, porque el sol ha desaparecido y no puedo salir al balcón.
No me gustan los días de lluvia.
Si llueve, como no puedo salir al balcón, enciendo uno de los canales de la tele. Me tumbo en el sofá cuidadosamente y con el mando a distancia voy buscando un canal que retransmita las 24 horas de vida de alguien que toma el sol en su balcón. Mi televisión tiene muchos canales, más de treinta y cinco, pero aún no he encontrado un canal de peces presos en una pecera o un canal que emita un día de lluvia en la que los coches salpiquen a los viandantes. Lo más raro que vi una vez fue el programa de un tipo que se dedicaba a expulsar pompas de jabón con una maquinita bien simple, que consistía en un tarro de agua enjabonada y un alambre terminado en un círculo. Nadie hablaba, solo una música de fondo teloneaba las acrobacias de las pompas de jabón, pompas inmensas de colores que chocaban unas contra otras, estallando en el aire. Me pareció ver dentro de una de ellas un pez anaranjado, por eso me quedé a ver el programa entero. Una especie de documental ilusionista, así lo llamaron los programadores. Pero supongo que no tendría mucha audiencia y lo dejaron de emitir. Todos sabemos que se andan matando por esas cosas del share, que nadie sabe lo que es y que además a nadie le importa.
A mí la televisión me aburre.
Desde que era niño pensé que la gente que salía en televisión lo hacía por alguna especie de castigo y que estaba cumpliendo condena en una cárcel de 14 pulgadas . Yo siempre he tenido televisiones pequeñitas, nunca me gustaron los objetos grandes, así que cuando iba al cine me costaba mucho trabajo seguir todas las peripecias de los personajes. Dicen que los ojos se educan en unas medidas y luego es muy difícil acostumbrarse a otras. Todavía sigo pensando que los que salen en televisión son los presos mediáticos de un sistema represor y capitalista y que algo habrán hecho para estar dentro y no en una terraza tomando el sol. Mi televisión sigue siendo de 14 pulgadas . Pero prácticamente no la enciendo, solo cuando llueve. También la utilizo para que aguante el peso de mi pecera.
Mi pecera no tiene peces.
También tengo una jaula con los barrotes oxidados. Es una jaula que una vez dio hospedaje a un canario verde. Cuando me mudé a esta casa, mi hermana me dijo que me lo llevara, que cantaba muy bonito por las mañanas y que me haría compañía. Me agujereó incluso las paredes del balcón para que se pudiera colgar la jaula con comodidad. Esa misma jaula había servido algunos años antes para que mi hermana diera asilo e intentara domesticar a una cobaya blancuzca que había comprado en el mercadillo a unos gitanos. Yo entonces era pequeño y me parecía que nadie debía vivir preso tras unos barrotes de metal, aunque se tratara de un pequeño animalito sin razón ni conocimiento, por eso abrí sus puertas una noche y dejé a la cobaya a su libre albedrío. Ya digo que yo por entonces era muy pequeño, pero recuerdo que mi hermana nos despertó a toda la familia con llantos exagerados y gritando que a quién se le había ocurrido abrir la puerta de la jaula de Marcelino, esa cobaya que parecía un dulce de algodón, de esos que venden en las ferias con el palito de madera, y lloraba y lloraba y le buscaba por todas las partes de la casa, hasta que se le ocurrió mirar en la terraza, por los alrededores de la terraza y, como la búsqueda no estaba dando sus frutos, decidió al cabo asomarse a esa misma terraza de un noveno piso y vio en el fondo, en los subsuelos de la calle, una manchita blanca espachurrada contra el pavimento. Mi hermana no tardó en bajar y al poco tiempo subir con Marcelino agarrado del rabo, una especie desconocida de cobaya plana y ensangrentada, como si aquello fuera una caricatura en papel transparente de un animal que alguna vez tuvo vida. No sé por qué los animalitos de los dibujos animados nunca mueren cuando caen desde los precipicios. Si la Magdalena lloró tanto como mi hermana Teresa seguramente encharcara los pies del Cristo. Marcelino tuvo una cristiana sepultura zambulléndose en las aguas cristalinas del retrete. Nunca sentí ningún remordimiento por haber abierto las puertas de la jaula de Marcelino. Tampoco lo tuve cuando dejé abiertas las puertas del canario verde. Nunca le oí cantar en las mañanas, columpiándose en su jaula oxidada, supongo que lo hará muy bien en cualquier árbol del vecindario, aunque ahora tenga que buscarse la vida para llevarse un gusano o una miga de pan a la boca.
Yo también empiezo ahora a buscarme la vida por mí mismo.
A mis padres no les gustó mi idea, esa de emanciparme de ellos, pero tuvieron que rendirse a la evidencia de mis necesidades. Yo ya tengo cierta edad y me apetece hacer las cosas por mí mismo, sin tener que depender de nadie. Seguiría muy bien en su casa, en esa urbanización residencial con su magnífica terraza de veinte metros cuadrados, en ella podría tomar el sol a mi antojo y viviría como un auténtico marqués, con todas mis necesidades resueltas inmediatamente por ellos. Como el canario verde cuando vivía en la jaula de mi hermana. Como los peces de todas las peceras del mundo. Mis padres enseguida levantaron el grito al cielo e intentaron convencerme para que se me fueran esas ideas absurdas de la cabeza, pero yo seguí en mis trece y hasta que no obtuve lo que pretendía no cesé de incordiar.
Tampoco es tan difícil vivir solo.
A veces el silencio se convierte en un zumbido pesado de arduo aguante pero lo guillotino con un poco de música. Me gusta toda la música de contenido, especialmente los cantautores de los 70, esa gente que cantaba porque para ellos la música era una forma de rebeldía, una manera de luchar contra algo, y asimismo pretendían que sirviera a los demás para encontrar el camino de la libertad. A mí también me gustaría escribir un libro con mis experiencias personales, o una canción o un libro de poemas, por si a alguien le pudiera auxiliar con mis palabras. Debe ser maravilloso ayudar a la gente con la palabra. Decir por ejemplo risa y que alguien sonriera. Contar una historia y que una mujer frustrada acudiera al día siguiente a su oficina con la esperanza a flor de piel. O escribir un poema de amor y que una niña dulce y tímida se atreviera a confesar sus sentimientos a su enamorado. Esa es la magia de la palabra. Yo todavía tengo mucho pudor a que alguien lea lo que escribo. Pero lo hago. Cuando no puedo dormir por la noche, cuando los dolores se me suben a las piernas, escribo historias que alguna vez me gustaría que alguien leyera y dijera para sí, joder, este tío tiene sentimiento. Eso es lo que hago cuando los dolores me recuerdan que no soy un tipo normal. Por lo demás tampoco es tan complicado vivir solo. Me apaño bien con la comida y el resto de las encomiendas domésticas no me perturban en absoluto. No me quitan mucho tiempo de disfrutar de mi sol matutino. Aunque también existen serios inconvenientes.
Me costó mucho trabajo encontrar un trabajo.
Mis padres insistían en remitirme una ayuda mensual, pero yo me empeñé, y así se lo hice ver, en considerarla poco menos que una limosna. Estaba decidido a marcharme con todas las consecuencias, con la pobreza oculta en mis bolsillos, con la penuria rondándome la vida, con todas las dificultades que me encontrara y aún más. Lo del trabajo es una lacra para todos los jóvenes de mi generación. Pasé cientos de pruebas y millares de entrevistas, pero a las vacantes llegaba tarde o no era acorde para el puesto a desempeñar. Lo del etiquetado de yogures llegó por suerte, cuando mis esperanzas estaban a punto de sucumbir, cuando la idea del regreso a casa de mis padres empezaba a convertirse en una realidad. Me ofrecieron un contrato justo y unas condiciones más que aceptables. Peor hubiera sido trabajar vendiendo peces en un acuario o pájaros en una de esas pajarerías en las que se venden cacatúas o loros que te insultan con voz de pito sin que tú los hayas dicho nada. Tampoco me hubiera gustado mucho trabajar en una de esas tiendas en las que se cambia dinero, esos puestecillos casi ocultos en calles comerciales a los que acuden solo los americanos o los ingleses porque el resto de turistas se maneja ya en euros. Alguna vez he pensado que esa gente, la que trabaja en esos puestos, son como peces dentro de una pecera, aunque tengan una especie de sumidero circular que favorece el tránsito del dinero y permite también respirar de vez en cuando. A mí realmente el trabajo que me hubiera gustado desempeñar es el de feriante, porque siempre van de un sitio para otro con el circo o la feria a cuestas, descubriendo nuevos lugares y haciendo disfrutar a todo el mundo. No sé, payaso o un acróbata de esos que se suben a las alturas y recorren un filo con una pértiga en brazos. Pero cualquiera soportaría a mis padres, con lo finos que son, si su hijo se va también de feria en feria, como mi prima Merceditas que se enamoró de un domador, dejó su trabajo en la escuela pública para seguir a ese fortachón de bigotes enhiestos que amansaba leones y que al parecer la hizo muy feliz. Ya sé que nunca podré ser acróbata.
Lo del etiquetado de yogures no está nada mal. Me siento en mi silla y veo pasar cientos de yogures por entre mi mirada. Ya todo lo hacen las máquinas. Simplemente, aprieto un botón y el mecanismo comienza a funcionar. Si alguna de las etiquetas trae una tara o si no se adhiere correctamente al cuerpo del yogur, detengo la máquina y elimino el producto defectuoso. Es sencillo. Puedo escuchar música de cantautores mientras trabajo y el ambiente de trabajo es muy cordial. Siempre que puedo, me acerco hasta el puesto de Isabel y le saco unas sonrisas. Ella me dice que no sabe como puedo estar siempre de broma con lo que está cayendo a mi alrededor, mas siempre una sonrisa mía le contesta. Yo creo que Isabel está pasando por una mala racha, eso se ve enseguida, pero no me atrevo a preguntarle nada, no sea que se enfade. Me llevo bien con todo el mundo y los jefes no me exigen demasiado.
El sueldo del trabajo me sirve para pagar el alquiler.
No me puedo permitir muchos dispendios, pero llego bien a fin de mes y no me privo de mis cervecitas, aunque sean del Caprabo, ni de mi bote de aceitunas Olé. Me gusta beber una en el balcón de mi casa mientras tomo el sol con los ojos cerrados. A veces me imagino lo que sería mi vida en la actualidad si ese accidente no hubiera sucedido. Mi padre siempre dice que fue repentinamente apresado por una somnolencia atroz y que no se dio ni cuenta. Eso importa ya poco. Cuando el sol se marcha, me pongo triste y pienso que seguramente jamás iré en avión a Grecia a comer sus famosos yogures, a montar en sus taxis o a ver su derruido Partenón. En otras ocasiones pienso que jamás seré acróbata y me dan ganas de llorar. Cuando llueve miro desde mi ventana cómo la gente corre para que no le pesque la lluvia. Tengo una pecera sin peces sobre una televisión que muy pocas veces enciendo. En mi balcón, una jaula con los barrotes oxidados, mantiene abiertas sus puertas para que ningún animal se hospede mucho tiempo en ella. A veces, cuando cierro los ojos me creo que estoy saboreando la felicidad.
Juan Carlos Fernández León (profe de Lengua y literatura)
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Un encuentro desafortunado
por Gabriela Petre
Frío...es lo primero que sintió al despertarse.
Incorporándose poco a poco, abrió los ojos lentamente y lo primero que pudo ver eran las delgadas y altas siluetas de los árboles, a duras penas iluminadas por la luna, cuyo resplandor era la única fuente de luz en ese terrorífico bosque cubierto de una alfombra de hojas muertas, humedad, niebla, y sobre todo silencio, demasiado silencio.
Todo aquello la asustaba cada vez más, cada segundo más, pero lo que mas pánico le causaba era el sonido de su estómago: estaba hambrienta, sedienta y cansada. No paraba de preguntarse cómo había llegado ahí. Miraba asustada hacia todos los lados, pero no oía nada y tampoco podía ver más allá de un par de metros a su alrededor. Después de un rato, al calmarse y ver que estaba sola, decidió levantarse y salir de allí.
Caminando por el bosque silencioso, oscuro...y húmedo, con la niebla hasta las rodillas, oyó el leve sonido de una cascada; sedienta, se puso en camino hacia ella guiándose por el murmullo que se iba haciendo cada vez mayor, hasta que pudo ver el reflejo de la luna en el agua. Al salir de unos matorrales y al levantarse la niebla pudo ver el cadáver de un pobre animal con la mitad del cuerpo sumergido y la otra mitad en la tierra. Al acercarse a él, advirtió que era un ciervo del que sólo quedaban los cuernos, algún que otro hueso, la cabeza semicomida y sangre...mucha sangre alrededor. Mirando la parte que estaba en el agua pudo ver cómo esta entraba por el gran agujero de la tripa. Le entraron ganas de vomitar y, con un estremecimiento, pensó que el ser que había hecho aquello a aquel ciervo estaba en el mismo bosque que ella…
Salió corriendo todo lo que sus piernas la pudieron aguantar. Al entrar en el bosque y alejarse del lago la niebla volvió a bajar y ya no se veía el suelo. Siguió corriendo hasta que tropezó con un tronco, rompiéndose una manga del vestido y en la parte baja un gran trozo que dejaba al descubierto su rodilla derecha. Caída en el suelo, mirando su rodilla herida y sangrante, pudo oír un sonido a lo lejos, en un matorral… Se dio la vuelta rápidamente mirando en aquella dirección, pero no pudo ver nada, solo oscuridad.
Enseguida oyó un gran aullido y empezó a ver puntitos amarillos en la oscuridad, haciendo círculo alrededor de ella. Asustada, pensando ya en su final, pudo ver como un gran hombre lobo salía de la oscuridad, y, tras él, otras criaturas que iban colocándose a su alrededor, formando un círculo. Asustada y ya sin ninguna esperanza de sobrevivir se encogió en sí misma, sin ni siquiera mirar a los lobos, solo oyendo sus respiraciones y rezando para que la mataran rápidamente y no sufriera mucho.
Entonces, sintió cómo uno de los grandes animales se acercaba hasta ella, siente su aliento mientras el ser la huele por encima dando varias vueltas a su alrededor. Se coloca delante de ella y con el dedo índice le alza la cabeza y la mira a la cara, blanca, la mira a sus grandes ojos verdes y ve el miedo que hay en ellos, la sonríe irónicamente mientras la coge de los hombros y la lanza contra un árbol que había tras ella. Cae al suelo, se intenta levantar, el lobo se acerca a ella, la coge del cuello y la mantiene fuertemente contra el árbol.
-Vaya, vaya, pero ¿qué tenemos aquí? Me voy a presentar: soy el capitán Leonard.
La mira mientras ella tiembla y llora levemente. El lobo detiene su mirada en el collar que lleva, observando en él un escudo con dos colmillos a cada lado y un corazón con una daga atravesado por la mitad. El lobo la mira y con cara de asco le abre la boca y puede ver cómo asoman dos afilados colmillos. El lobo saca un hacha con un hueco en la punta y le deja inmovilizada contra el tronco del árbol, encajando el hacha en su cuello decapitándola al instante mientras se da la vuelta y dice por lo bajo:
-¡Sucios vampiros! lo que nos faltaba ya, y encima una señoritinga. ¡VÁMONOS! tenemos trabajo.
Seguido por su tropa, se aleja, dejando atrás el cadáver de la vampira.
Gabriela Petre, 4º D